Diario Financiero

La actuación eclesial de la reconciliación en Chile

POR MONS. CRISTIÁN CONTRERAS VILLARROEL

■ El obispo de Melipilla lleva a cabo esta reflexión, fechada el 8 de junio, basándose en algunos documentos de la Conferencia Episcopal de Chile publicados entre los años 1973 y 1989. Con ello releva la tarea reconciliadora de la Iglesia como un imperativo moral que proviene del Evangelio de Cristo y que se dirige al servicio del hombre integral. Compartimos la primera parte del artículo publicado en Humanitas n°104, también disponible en www.humanitas.cl.

En el contexto de los 50 años del 11 de septiembre de 1973, abordaré el tema de la actuación eclesial de la reconciliación en Chile, basado en algunos documentos de la Conferencia Episcopal de Chile publicados entre los años 1973 y 1989. No me referiré a documentos precedentes referidos al gobierno del mandatario Allende Gossens, tampoco a la actuación del cardenal Raúl Silva Henríquez extra e intra-Iglesia en el tiempo precedente al 11 de septiembre de 1973.* El Año Santo de 1975, el Congreso Eucarístico Nacional de 1980, la Misión por la Vida y la reconciliación de 1985 y la visita del Papa Juan Pablo II a Chile en 1987 fueron hitos de ese constante esfuerzo de la Iglesia chilena de unir en un espíritu de paz a nuestra sociedad.

La tarea reconciliadora de la Iglesia viene a ultimar todas las opciones pastorales tendientes a suscitar un

ethos desde el Evangelio de Cristo. Desde la opción pastoral por la vida, surgirá para el creyente un imperativo moral: la tarea de la reconciliación.

1975. Año Santo

La convocatoria del Papa Pablo VI para la celebración del Año Santo de 1975, un año de gracia y de perdón, encontró a la comunidad chilena en un largo y doloroso proceso de división. El episcopado chileno vio en aquel evento de la Iglesia universal un momento propicio para iniciar un itinerario de reconciliación a nivel social, y proclamar a aquel un Año Santo para la patria. Dentro de los objetivos se encontraría el procurar, tras años de apasionadas luchas políticas, económicas y sociales, la reconciliación de los chilenos, en el respeto de sus diferencias y divergencias, mediante una toma de conciencia más profunda del carácter fraternal de la humanidad, de la dignidad inviolable del ser humano que deriva de nuestro común origen divino y del hecho de que Dios se haya hecho, en Cristo, un hombre como nosotros, participante de nuestra naturaleza humana, hermano nuestro, insertado en nuestra historia.* En efecto, como afirmaría Mons. Raúl Silva Henríquez en la presentación de la declaración del Episcopado sobre la reconciliación en Chile, “los resentimientos mutuos, el deseo de venganza, hacen cada vez más urgente en Chile este año de Reconciliación. Alcancémosla entre cristianos, en el interior del mismo Pueblo de Dios: será el mejor aporte que podemos ofrecer a la comunidad nacional”*.

Desde el año 1974, el término “reconciliación”, poco a poco, pasó a ser una categoría interpeladora para la conciencia eclesial y también nacional. Llegará incluso a ser parte integrante del lenguaje de la vida política de la nación, y sigue siendo una de las tareas urgentes en el período democrático iniciado el 11 de marzo de 1990.

La necesidad de una reconciliación nacional parte de un diagnóstico global de la sociedad chilena aceptado más o menos por todos los referentes sociales, culturales e ideológicos del país, y llegó a imponerse como un imperativo moral, no obstante que la comprensión del contenido de la reconciliación pudiera ser diversa en los distintos universos culturales e ideológicos: “la aspiración a una reconciliación sincera y durable es, sin duda alguna, un móvil fundamental de nuestra sociedad como reflejo de una incoercible voluntad de paz; y –por paradójico que pueda parecer– lo es tan fuerte cuanto son peligrosos los factores mismos de la división”*.

1978. Humanismo cristiano y nueva institucionalidad

Uno de los grandes aportes durante los años de polarización social es que la Iglesia en Chile estimó, defendió y educó en los valores de la democracia y la participación. En la carta “El renacer de Chile”, del año 1982, los obispos después de constatar la crisis económica, social, institucional y moral propiciaban un renacer de Chile que exigía tres condiciones: el respeto por la dignidad humana, el reconocimiento del valor del trabajo y el regreso a una plena democracia; señalan también que los abusos que haya habido [en democracia] no justifican una interrupción tan larga en la vida normal de la nación. Esto no es sano y nos ha traído las consecuencias que ahora lamentamos. Abrir los cauces de participación política es una tarea urgente. Antes que el nivel de las tensiones provoque una posible tragedia.* Con este mismo espíritu, el episcopado habría publicado años antes, en 1978, el documento de trabajo “Humanismo cristiano y nueva institucionalidad”, el que trató diversas cuestiones morales relacionadas con la crisis institucional política del país, a la vez que realizó un ensayo de diagnóstico histórico. En el documento, la Iglesia reitera su compromiso con la democracia y la participación, afirmando que el régimen democrático con participación representativa parece tener mejores posibilidades de conjugar libertad con igualdad, siempre que la participación se dé no sólo en los derechos civiles, sino también en los derechos económicos y sociales. Ello es realizable, sin embargo, sólo en un contexto de efectivos valores morales y responsabilidades libremente consentidas, guiadas por un alto sentido de justicia y solidaridad.* La fe cristiana aportaría al ámbito político dos elementos: por una parte, “asume, fomenta y eleva todas las formas positivas de consenso vivido, en cualquier

comunidad histórica concreta, operando como un fermento fecundante”; y, por otra parte, simultáneamente “será una instancia crítica atenta y vigilante, ante cualquier intento de doblegar y anular la inagotable riqueza personal de lo humano, en aras de algún sistema cerrado de ideas férreas, aun cuando ese sistema se autointerponga como inspirado en el depósito revelado”*.

Así, en el contexto de la política –las realidades del mundo y de la vida social– la fe cristiana cumple una doble función: por una parte, comprende al hombre en un origen dado y le señala su vocación a la filiación divina; y, por otra parte, al servicio de ese memorial antropológico, la fe comporta “exigencias morales no sólo en la conciencia individual, sino también en la condición social y política de la existencia humana”*.

El que la Iglesia resalte la importancia de valores como la verdad, la justicia, la libertad y el amor, señala la existencia concreta de sus opuestos; esa existencia, voluntaria y no casual, de vicios antagónicos a los anhelos de la comunidad humana, y que a la luz de la fe implican a Dios mismo, se han reflejado de modo especial en la convivencia social y son en parte los elementos constituyentes de la llamada “crisis moral” que afectó a la vida política y social en Chile.

La Iglesia en Chile planteó al país y a los creyentes un desafío histórico por establecer las bases de una institucionalidad que garantizara los valores señalados y permitiera que el imperativo de la reconciliación nacional se fuera haciendo realidad. Tal propuesta no se hacía desde un lugar ideal. Por el contrario. El prolongado proceso de desencuentro y división de la familia chilena en las décadas de los años 70 y 80 se manifestó de manera especial en la crisis política, siendo el signo más patente la violencia fratricida, pero cuyo antecedente el episcopado de la época instó a buscarlo en lo que llamó “una grave crisis moral”*. Es exigencia moral ineludible, afirmó el episcopado, el contribuir a renovar los esfuerzos para “crear un clima prospectivo y esperanzador, que no recuerde a cada paso los presuntos o efectivos delitos y culpas pasadas”*.

Es interesante constatar cómo en la búsqueda de ese consenso pacificante, se asume el problema de la culpabilidad en un horizonte “prospectivo y esperanzador”. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en Chile se verificó la “imposición coercitiva de soluciones” a través de un régimen militar sustentado por la “doctrina de la seguridad nacional”. Para el episcopado, esa solución impuesta no sólo no garantizaba la superación de la crisis, sino que la agravaba hasta el extremo de contradecir la “Unidad Nacional” que dicho régimen pretendía reconstruir. Es en ese escenario real e histórico donde el episcopado juzga que por ese camino se empiezan a comprobar los mismos males que terminaron por destruir el sistema democrático en Chile: planteadas las cosas en un régimen que quiere ser de reconstrucción nacional, como una guerra prolongada entre chilenos, entre buenos y malos, los amigos y los enemigos, se introduce una cuña de discriminación que prolonga incluso acentuándolo, el antiguo sectarismo que con razón se reprocha a los antiguos partidos políticos. Decimos acentuándolo porque el discrepante pasa a ser considerado no sólo opositor al Gobierno, sino contrario al Estado y a la Nación y por tanto anti-patriota y anti-chileno. Si es efectivo este enfoque, parece desprenderse la urgencia de que no se erija la doctrina de la seguridad nacional como ideología doctrinal o filosofía básica para la búsqueda de una nueva institucionalidad democrática, pues lleva en sí un germen de discriminación, desconfianza, prepotencia y división, que siempre impedirá un consenso mínimo para la convivencia fraternal.* Por eso, para ubicar correctamente la relación que se establece entre la tarea eclesial de la reconciliación y la búsqueda de una institucionalidad que permita ver comprobadas –o al menos aseguradas– las aspiraciones humanas, hay que establecerla en el horizonte histórico, ético y eclesiológico expuesto por el episcopado, es decir, en esa actitud permanente para señalar los errores y sobre todo para indicar los caminos que condujeran a una real y auténtica reconciliaciónentre los chilenos:

No es nuestro propósito entablar aquí un proceso de culpabilidades ni dirigir un dedo acusador contra nadie. Sólo Dios juzga. Pero, si se trata de diagnosticar desde el punto de vista moral los antecedentes y la explosión de la crisis, nuestra reflexión hecha ahora en la situación de búsqueda de un consenso pacificante, nos lleva a evitar el ver a la sociedad dividida en dos bandos, uno de los cuales tiene él solo toda la razón, la verdad, la justicia, y el otro, toda la culpa, el error, la mentira y la injusticia.*

Estas afirmaciones, realizadas en 1978, concluyen con elocuente rechazo a la división ideológica de la época:

Esta mirada dualista y maniquea peca ante todo de simplista, pues no es fácil que la múltiple gama de posiciones divergentes en una sociedad pueda reducirse a la dicotomía de buenos y malos. Una tal división dicotómica ya la habíamos oído y la rehusábamos en el diagnóstico marxista de la lucha de clases, polarizada entre opresores y oprimidos, dominantes y dominados, burguesía y proletariado. No sería sano reintroducirla con otro signo, cuando se busca una reconciliación basada en la verdad y la justicia.*

HUMANITAS

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2023-09-15T07:00:00.0000000Z

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